Voces permanentes
Voces permanentes
Sus bocas coincidían -pese a la distancia- en un beso sereno y tierno, un gesto plegaba el labio de ella cuando el de él preponderaba, las respiraciones de hondas telefónicas estaban sincronizadas en una armónica melodía de jazz. Cuatrocientos ochenta kilómetros no impedían que su deseo confluyera auspiciado por la simultaneidad del tiempo.
La señora p conoció una voz gracias a un descuido que digitó erróneamente el número del joven. En principio algo cotidiano marcaba las palabras, un diálogo sin importancia que fortuitamente se prolongó. Después, llegó a parecer que en ambas bocinas, estaban esperando inconscientemente conocerse, dos abismalidades en categorías semejantes.
P no podía salir del apartamento, pues su hombre la restringía la gran parte de los meses que se pasaba ausente, estaba presa de una vida confortable, en un hogar grande del cual ocuparse y a la espera de las repetitivas llamadas que su dueño hacía para cerciorarse de su encierro. Bastaron unos minutos para que P indagara por el joven, él le contó que trascurría su día dos mil quinientos cincuenta y cinco desde su captura y que estimaba le faltara una cantidad igual de días antes de salir de nuevo a la calle. Asunto que no marcó mayor alteración en P, la cual permaneció haciendo preguntas y cantando al teléfono ligeras canciones que la hacían bailar. Esa tarde se extendió la llamada por unos trescientos minutos en los cuales P pudo ir al baño, luego cocinó unos espárragos y los acompañó con camarones, destapó dos latas de Coca-Cola y se bebió una botella de agua, además pudo hacer la cama, darle de comer a su shitsú llamada Luli, fumarse tres gramos de marihuana liada en un papel de arroz con filtro orgánico y tenderse a recibir el sol que llegaba hasta su sofá a través del balcón. Para ese momento la conversación entró en un mutismo absoluto, fue cuando el joven le pidió que le llamara mañana de nuevo y ella aceptó.
Luego las conversaciones fueron temprano, muy temprano, temprano y tarde, a mitad de la noche e incluso atravesaban todo el día. Se hicieron voces permanentes, compañía de lo otro, de lo distinto, de lo opuesto. Sus pláticas fluctuaban, se agitaban con historias o guardaban silencios prolongados; comenzaron primero a cocinar juntos, a ver televisión o películas, a escuchar música y cada vez más cerca, más íntimos. Llegaron a bañarse en la misma ducha, él juraba que sentía el agua tibia, que enjabonaba su cuerpo, que dócilmente masajeaba con champo su cabello, lo cierto es que él ya no estaba en su celda oculto bajo esa cobija teniendo una erección, sino que estaba con ella, y las palabras representaban un mundo mágico. P con el altavoz sentía fluir sus manos, la compañía de ese joven, incluso sentía que él respiraba el vapor que empañaba el vidrio.
En uno de esos días que P -por alguna extraña razón- debía salir, lograba poder hacerlo. Él la guiaba en la ciudad, le pedía que fuera describiendo los lugares, ¿Cómo estaba ese barrio? ¿Qué colores tenían las casas ahora? ¿A que olía el día de la ciudad? ¿Cómo eran los autos último modelo? ¿Por qué se tardaba tanto los semáforos? luego P se detenía, compraba un helado para los dos, lo degustaba por ambos y describía detalladamente el sabor de las fresas edulcoradas pasando por la garganta tibia y sedienta.
Meses después y gracias a miles de minutos de comunicación, comenzaron a encontrar un morbo fantástico en masturbarse juntos, P iniciaba llenando su cabeza de humo como era frecuente cuando de seducción se trataba, sacaba una caja grande donde atestaban los juguetes eróticos y le pedía a él que le dijera que haría con una mujer si la tuviera en frente; se prolongaba por cuartos de hora el juego, ella cada vez se excitaba más, gemía, gritaba, se venía por docenas de veces hasta quedarse dormida; él la escuchaba dormir, le cataba rimas de reggaetón y así derribaba de nuevo la soledad.
Después de una audiencia a la que el joven fue llevado, P lo llamó como de costumbre, él le contó que había conocido un juez esa misma mañana, que ese tipo era distinto y que pese a que el delito no fuera excarcelable, con una determinada suma se pactaría y hasta podría lograrse una prisión domiciliaria. P se alegró, ochenta millones no son tanto dinero, pidió un préstamo, se hicieron los tramites y en pocos meses se solucionaría el inconveniente del encierro; ella se aseguró de hacerle prometer que cuando saliera afrontaría el préstamo con su trabajo arduo, cosa que el joven aceptó firmemente, juró una y otra vez que lo haría, pero luego… cuando supo el día que lo dejarían salir, nunca más contestó el teléfono.
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