Mantra LXXXV
Despertó,
y su piel trigueña hizo sombra en la tierra aún húmeda,
irrigada por el rocío,
acariciada por los tulipanes.
Y ese aroma, casi tan esquivo como la niebla,
hendió al viento lo mismo que a la hojarasca,
cual si fuese un sol desbarrancado.
Eran sus ojos dos antorchas,
cometas incandescentes,
y al igual que estos habían orbitado,
danzando alrededor del Sistema Solar,
espiando a los planetas diáfanos y a los nubados,
a las arenas rojas y los mares azules,
a los hombres morenos tanto como a los blancos,
y a los amarillos, y a los de piel cobriza,
cual si fuese un sol desbarrancado.
Y sus cabellos flotaron acariciados por el alba nueva,
negros, revueltos, como golondrinas asustadizas
que elevan su vuelo pirotécnico y azaroso,
desafiando al cielo y su ancestral mutismo,
como una oda a los secretos que habitan entre las nubes,
los mismos que mecen a los corazones
y enturbian a la razón,
cual si fuese un sol desbarrancado.
Después,
sus colinas perfectas como lascivos templos a las divinidades,
y un valle donde se mecen doradas y delicadas mieses,
tan aromáticas como especias de la India;
luego, su caverna,
cuna de héroes, profetas, místicos, alienados, poetas,
donde brota el néctar embriagador del cual destilaron el nepente los propios dioses,
los mismos que encomendaron su efigie a los escultores,
exigiéndoles perfección, fidelidad, pureza…
mientras se amodorran en las dunas del Tiempo,
observando en el poniente,
alucinados,
al ocaso impasible,
espejo de su propio fracaso,
cuenco de sus lamentos,
y a ese esquivo y sensual anhelo imposible,
cual si fuese un sol desbarrancado.
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